1 – El arqueólogo
Marcelino Sanz de Sautuola lucía esbelto y elegante a sus cincuenta años. Con una sonrisa de oreja a oreja caminaba orgulloso por la calles de Perfección con su apedazado chaqué negro, unos pantalones de lana de ovezno (nombre que él mismo había inventado para describir aquel animal) y una barba perfectamente perfilada al estilo hulihee (típico de la burguesía a la había pertenecido).
Hacía bastante que Marcelino se había acostumbrado a la nueva realidad del Origen, en la que había amanecido aquel noviembre de 1881. Al principio se sintió bastante desconcertado de ver el cielo repleto de islas flotantes pero, superada la depresión que ya traía de su mundo natal, su papel imprescindible en el pueblo de Perfección le hizo recobrar la ganas de vivir.
Marcelino andaba ensimismado por la calles de tierra batida cuando un sonido de maquinaria hidráulica le hizo girarse. Delante de él se encontraba un pequeño conejo blanco, sentado dentro de un exoesqueleto de un metro de alto trufado de armamento y circuitos. Sin sorprenderse lo más mínimo Marcelino le saludó.
— Hola Pirata — le dijo al conejo — ¿Qué te trae por aquí?
— Ha habido fogonazos en el bosque falso — una voz sintética salió de uno de los altavoces del exoesqueleto a la vez que el conejo movía rítmicamente su nariz—. He hablado con Septimia y me ha dicho que puedes acompañarme a dar la bienvenida a los recién llegados.
— Si ella está de acuerdo. — Marcelino sonrió a Pirata, quién se limitó a enseñarle levemente sus paletas de arriba y separar sus orejitas— Voy a recoger algunas provisiones y nos marchamos ya mismo.