10 – El Libro
Cuando Tomás de Torquemada llegó al Origen, se encontró con la afrenta definitiva a la Fe verdadera. Torquemada vivió toda su vida en la España del triunfo del cristianismo y murió sin saber que un intrépido navegante acababa de descubrir un Nuevo Mundo allende los mares. En cambio, este mundo de islas flotantes parecían completamente habitado por infieles, pendencieros y ateos. Por las calles habitaban miles de credos, a cual más herético, e incluso muchos de los que provenían de su realidad hablaban de una Europa laica que aceptaba en su seno a moros y judíos. Torquemada comprendió que Dios le estaba poniendo a prueba, una vez más. Refundó su iglesia, convirtió a tantos como pudo y se rodeó de un pequeño ejército de fanáticos. Cuando sus argumentos se toparon de frente con las fes en Crom, Cthulhu y Sigmar empezó una nueva inquisición; convenció a algunos y venció a muchos otros. Pero de aquello hace ya miles de ciclos.
Toda la opulencia del pasado ha quedado atrás y Tomás de Torquemada cuenta ya sólo con una docena de seguidores. El inquisidor apenas ya recuerda cuando él mismo decidió finalizar su Guerra Santa y centrarse en recuperar la plenitud de la Fe. Todo ocurrió durante uno de los juicios. Estaba juzgando a un seguidor de Sigmar llamado Volkmar el Sombrío. La causa era clara, como todas, y empezó a declamar la sentencia. Sin embargo, se quedó en blanco cuando se disponía a citar los versículos de Josué sobre la conquista de Jericó. Aquella duda socavó todas sus certezas. Si no era capaz de recordar la palabra de Dios, tampoco le era posible juzgar según su voluntad.
Como todos en el Origen, Tomás de Torquemada había adquirido el don de la glosolalia nada más llegar y era capaz de entender a todos los habitantes de la isla, como si nunca hubiera acontecido el pecado de la Torre de Babel. Sin embargo, como todos los regalos que no son merecidos, estaba envenenado. Pese a que por sus bocas salían palabras prístinas, todos perdieron la capacidad de leer y escribir. Cientos han intentado sin éxito volver a entender los textos de sus realidades, e incluso crear nuevas escrituras. Pero ha resultado inútil. Por más que uno se esfuerce, cualquier texto se convierte en un galimatías, incluso si este está escrito de tu propio puño y letra. Únicamente las representaciones más o menos figurativas de la realidad siguen siendo interpretables a los ojos de un espectador. Por desgracia, ninguna ilustración puede explicar teología de forma rigurosa sin la palabra escrita.
Después de dejar la inquisición, de Torquemada se embarcó en una nueva cruzada que muchos consideraron inútil; la búsqueda de la Biblia. En el Origen es común que en los ecos aparezcan libros, pero, dado que no es posible entender ni el título, todos acaban por ser usados como combustible o papel higiénico. Sólo unos pocos excéntricos siguen conservando libros con la esperanza que algún día puedan volver a entenderlos. Pero para Tomás aquello era el designio final de la Providencia Divina, la única prueba que se necesitaba de Su Existencia. Cuando Dios puso al hombre en el Origen borró todos los textos paganos para que no les confundieran. Si un texto debía ser leído, este sólo podía ser la auténtica palabra de Cristo y su misión sería encontrarlo.
Pasaron más de cinco mil latidos hasta que uno de sus antiguos feligreses lo puso sobre la pista de un antiguo jesuita llamado Francisco de Jaso. Según contaban, el jesuita apareció en un fogonazo reciente con los brazos levantados, con un crucifijo en una mano y una Biblia en la otra.
Localizó al sacerdote en una mísera chabola de Rende. Nervioso, el antiguo inquisidor entró en la choza y le pidió a Francisco que le mostrara el libro. Francisco sacó de su fardo un hatillo y lo abrió sobre su regazo con cariño extremo, como si en su interior se guardará el mayor de los tesoros. Un ojo experto hubiera reconocido al momento un incunable como aquel, realizado ya en imprenta y protegido con tapas de madera revestidas con piel repujada. Aún en manos del jesuita Tomás de Torquemada distinguió la iconografía de la cubierta, un Pantocrator con las representaciones de los cuatro evangelistas. Cogió el libro y lo abrió por la mitad. Al momento apartó la mirada al comprobar que le era imposible entender aquel conjunto de símbolos. Devolvió el libro al jesuita y, aguantando las lágrimas con los ojos cerrados, balbuceo con un hilo de voz.
— Esto es el Infierno.
En aquel momento un fuerte rugido en el cielo anunció un nuevo latido. Al abrir lo ojos, Tomás de Torquemada se encontró en una gran sala repleta de crucifijos y gentío. Sus vestimentas volvían a ser las de un inquisidor y ante él había un reo engrilletado que lo miraba con odio. Tomás reconoció al momento a Volkmar el sombrío y comprendió que estaba esperando su sentencia final. Jamás sabría si aquellos cinco mil latidos fueron reales o si Dios le había mostrado una revelación, pero poco importaba. Se puso de pie y, con las mejillas aún humedecidas, indultó a Volkmar y anunció la disolución de la inquisición.
Imagen – Tomás de Torquemada in Wikipedia