Llegada
— ¿Por qué es tan necesario que esté a salvo? —le había preguntado Fiyero en su casa de la Ciudad Esmeralda—. ¿Qué hay de bueno en mi vida que sea digno de ser preservado?
Aquel pensamiento había acompañado a Elphaba durante cinco largos años en el convento, un suspiro para un anciano, pero una eternidad para alguien joven como ella. Había sobrevivido a Oz, pero su marcha hacia el Vinkus suponía el fin de su más dulce sueño, y el renacer de su más amargo pasado. A su lado en el carruaje aquel retoño molesto se esforzaba en convencerla de que era su hijo mientras ella se perdía en la silenciosa nostalgia al dejar atrás los guijarros del límite de la Ciudad Esmeralda.
Elphaba cogió su libreta, mojó en tinta la pluma de pfénix y, como tantas veces, se desafió a narrar sus vivencias. Recordó Glinda, Dillamond, Nessa y Fiyero, otra vez Fiyero. Cerró la libreta y la apretó contra su pecho con fuerza, como si aquellas páginas aún inmaculadas fueran la cura de su maltrecho corazón. Miró al techo del carruaje mientras oía Oatsie azuzar las riendas de los caballos y empezó a rezar al Dios Innominado. Era sólo una rutina adquirida durante los años de servicio pero la reconfortaba de una peculiar manera.
A la tercera letanía, las ruedas dejaron de girar. Elphaba imaginó que debía haber algún impedimento en el camino y que Oatsie se encargaría de ello en breve, así que se relajó profundamente. Todo era calma. Notaba sus pulmones llenarse del aire del campo y apreciaba el acompasado rumor de las aguas del lago al ser esculpidas por el viento. Hizo tres largas aspiraciones, con sus respectivas respiraciones, hasta que una intuición malévola surcó su cabeza: no había ningún lago camino al Vinkus, sólo tristes riachuelos y campos mal cuidados.
Salió del carruaje a toda prisa para pedir explicaciones a Oatsie y se encontró que estaba sola junto al carruaje. Los caballos seguían con sus pretales enganchados en los tiros y parecían igual de descolocados que ella. Todas sus cosas seguían en el carro por lo que descartó que fuese un robo pero, entonces ¿qué significaba aquello? El crío también se había evaporado pero tardó mucho rato en darse cuenta.
Los caballos y ella se encontraban a la vera de un gran lago de agua salada. En su centro podía verse un islote lleno de grúas y algún que otro edificio, pero estaba tan lejos que se necesitaría una barca para llegar. En la superficie del lago flotaban bolas metálicas con pequeños pinchos por lo que supuso que no era un lugar muy amigable. Al poco, vio salir una embarcación del islote dejando una larga estela de espuma y navegando a una velocidad que jamás hubiese imaginado posible. No tenía donde ir así que se limitó a esperar.
Cuando por fin atracó la pequeña embarcación a su lado salió un niño repeinado con una zarigüeya sobre los hombros. Se escuchaba ruido dentro del barco por lo que claramente había más personas dentro.
— ¿Y tú se supone que eres? — preguntó altiva Elphaba.
— Veo que algunas tienen suerte —dijo el niño ignorando su pregunta—, has llegado con un carruaje entero de tus cosas. No está mal. Me llamó Selim Bradley y me temo que tu y tu carruaje no podéis quedaros aquí. Si quieres puedo guiarte al asentamiento más próximo pero este lugar no es para gente como tu.
— ¿Demasiado verde para tu club de marineritos? — contestó Elphaba, que no estaba dispuesta a dejarse amedrentar por un crío.
— Vaya tela —Selim acarició la cabeza de la zarigüeya mientras esta se enroscaba complacida—. En mi club hay bastantes con la piel verde, y lila, e incluso amarilla con púas, ah, y con armas de fuego y cuchillos —dijo señalando al barco con el pulgar—, así que podemos hacerlo por las buenas o por las malas. En la lancha tengo comida y puedo traerte paja para los caballos para varios viajar durante latidos. También puedo decirte como llegar a Massassi o a Voldoor, que son lugares más amables en los que te explicaran de qué va todo esto. Y creo que no es necesario que te explique de como va lo de hacerlo por las malas ¿verdad?.
— Veo que no tengo mucha alternativa —contestó Elphaba aun sin perder la compostura— ¿Y la zarigüeya?
El animalito se la quedó mirando, se puso sobre dos patas encima del hombro de Selim y dijo:
— Puedes llamarme Pantalaimon —su voz era aguda, pero su tono era socarrón, como si hubiese hecho una jugada maestra guardando silencio hasta ese momento.
Entonces Elphaba no pudo contener su sonrisa y su mirada se volvió amable hasta tal punto que Selim y Pan se miraron extrañados.
— Veo que este sitio aun no es un lugar civilizado —se acercó a los dos con intención de darles la mano—. Me llamo Elphaba y creo que mis caballos agradecerán un poco de paja.
Imagen – Elphaba in Smithsonian